domingo, 2 de noviembre de 2008

septiembre

Al mes de septiembre habría que amputarle primero una pata y luego la otra, para que se despeñe por la hoz del calendario y caiga roto, derruido; y momificarlo en la lengüeta de la indiferencia, donde se van las cosas que no se quedan, al lado de la nada, en el lado contrario del todo. Habría que disminuirlo hasta lo mínimo y prestarle todo su espacio a tus pecados y a los míos, para que concilien el sueño de lo imposible, aquel que se esconde en el final de los finales, donde se asoman cálidos y temblorosos tus labios, tu pelo, tu piel y la piel de tu sexo. Porque septiembre es un mes asesino, mentiroso, puto, en el que juro y juraré hasta que deje de toser que voy a empezar a fumar menos, a beber menos, a trabajar como trabajan los que trabajan; un mes sin gracia, partido en dos: a un lado tú y al otro también… Y que le den y les den con ansia y avaricia.

Con las vacaciones envueltas en papel de periódico regreso a donde los peces no pican porque ya picaron. Me espera el calor de un invierno nuclear; prometo centrarme en ti y en mí, prometo desdeñar promesas, convertirme en lo que ya soy, seguir asomado al vértice, sin subir, sin bajar, apurando hasta el último segundo. Prometo desmentirme cada vez que el subconsciente me distinga en un país de viejos e ignorantes haciendo lo que hacen los que ignoran que lo único importante se encuentra en el presente felino, auténtico, audaz, único… Prometo continuar fumando, saliendo hasta las mil, bebiendo hasta morirme un cachito, porque bienaventurados son los borrachos que ven a Dios dos veces… Y Amen.

miércoles, 22 de octubre de 2008

No quise


No quise mirar atrás y no era a causa de la penumbra. Habría podido adivinar su semblante pero decidí caminar sin volver a pronunciar una palabra. Había sido una tarde más de desencuentros con Laura, una tarde de palabras lanzadas sin destinatario, adormecida como tantas otras. Me acompañó a la puerta el compás cadencioso de la Tristezza de Chopin, pocas veces tan certera.

Hacía tiempo que nos separaba el abismo de la incomunicación. Laura estaba apagada, como sin fuerzas, a esa era al menos la sensación que me llegaba tras nuestras poco improvisadas conversaciones. Lanzábamos monólogos que comenzaban y terminaban en un yo, como si habláramos delante de un espejo, como si lo hiciéramos para nosotros solos. La sensación al terminar no podía ser más frustrante, con esa sensación de impotencia y de pérdida de oportunidad que queda tras el desamparo.

La conocí hace algunos años. Los comienzos fueron intensos como tantos, los paseos largos, las emociones despiertas. Recuerdo aún cuando me ofreció ingenuamente su mano, como un regalo, en uno de los juegos que no guarda mi memoria, dejando que la tomara ligeramente como si fuera a romperse. Aquella tarde paseamos así en el estanque, como dos niños sorprendidos por una tarde de primavera.

No tardé en enamorarme de Laura. Cada día esperaba la llegada de la tarde como un adolescente, esperaba nuestro encuentro en el parque, nuestras primeras sonrisas, el leve beso que deslizaba en su mejilla y su mano entre las mías. Me contaba cómo le había ido el día y yo le contaba el mío; nos reíamos de las anécdotas que a estas alturas parecen tan estúpidas pero que entonces formaban parte del juego, y al caer las primeras luces la llevaba a casa, siempre con una sonrisa en sus labios.

Aparecieron los primeros miedos y tras ellos los primeros reproches. Alguna tarde ella no llegó al parque y me sorprendí buscándola desesperadamente, necesitando verla para sentirme vivo, para no dejar de hacerlo. Acababa dándome una excusa que toleraba con dificultad al principio pero no más tarde. No había excusas para dejar de acudir a nuestra cita.

Poco tiempo después sentí las miradas cruzadas de sus amigos y comencé a darme cuenta que algo no iba bien. El final no podía hacerse esperar y con él el desconsuelo, nuestros monólogos, nuestros desencuentros.

Siempre supe que no sería fácil continuar aquella relación con una niña de ocho años.
Escrito por Tirso De Abres.

¿Saben aquel que dice...


Ahora, que el inicio de temporada finiquita el periodo de rebajas, pongo en venta, a precio de saldo, un puñado exquisito de pretensiones varias que nunca dejaron de ser eso, pretensiones, y que aún permanecen abiertas y expectantes a la ejecución preciosista de un buen empujón que las permita dejar de ser lo que nunca quisieron ser: meras pretensiones. Pertenecen a la familia de los sueños de colores; las hay adineradas, triunfalistas, distintivas, incluso cuasi imposibles, pese a lo difícil que resulta ponerle “peros” y límites a los sueños (porque sueños son, principalmente). Había una, la más pobre y, a la vez, la más atractiva, que sólo pugnaba por lograr la fantasmagórica posesión del “yo”. A esa le tengo un especial cariño; ha permanecido a mi lado desde tiempo inmemorial hasta hace bien poco, cuando una realidad, tan infinita como malsana, desaconsejó nuestro matrimonio. Desde entonces ya no he vuelto a verla. Pero os regalo la idea (exenta de cualquier originalidad, por otra parte).

El motivo que me conduce a deshacerme de ellas es mi buena salud. Muy a mi pesar, mi corazón ya no late al ritmo de una canción alocada, capaz de ponerse de pronto triste, muy triste; ahora, este órgano desangelado, bombeador de sangre, se ha abrochado un reloj a uno de sus ventrículos y ya sólo canturrea otra realidad, tan infinita y malsana como la mencionada con anterioridad, que dice algo así como que de este modo tan gris todo está bien o medianamente bien, y que siempre será mejor que estar mal o medianamente jodido.

En realidad, no sé de que me quejo. Ahora mi vida, a salvo de aquellos esfuerzos que antes conseguían agotarla hasta el extremo de hacerme sentir vivo, camina sin toparse con grandes pendientes. Tengo cuanto me dicen que debo necesitar: trabajo, alguien a mi lado, alguien a quien quiero a mi lado, un lugar donde encontrarnos, coche, una nevera, comida en la nevera, fuego, tabaco. Lo tengo todo y, sin embargo, aquí, a escondidas, en la media luna oscura, echo en falta la incertidumbre que trasmite la nada, las ansias de soñar, aquellas pretensiones varias que me hacían, las mismas que ahora vendo a cambio de nada, porque nada pretendo.

martes, 21 de octubre de 2008

Para Miguel Cruz, con devoción celestiana.

A la izquierda de ninguna parte, a mi derecha, donde el azul eléctrico dirime con verdes medios y agrestes marrones, a pesar del fácil cielo, del recurrente marino y del omnipresente celeste; en el rigos mortis de la media tarde, cuando los bares - en los que un testículo no es otra cosa que un huevo - ni cierran ni abren; en el blanco impoluto de las servilletas manchadas de sangre, de palabra muda, desleída, deslenguada; cuando se escribe como se habla, clavando un diente en el ala de un ángel. Donde se adivina la luna exigua del fondo de una botella, donde nadie nos mira, donde todos observan; en el precipicio finito de las verdades a medias, esas que siempre se cuentan como si fuesen mentiras, las mismas que doblegamos a la mañana siguiente de cualquier otro día, las mismas que nos hacen, que nos convencen... Las mismas. En el tiempo inhóspito de un invierno vareado, en los lunes martes y miércoles de asueto, cuando la muerte circula en dirección prohibida, entorpeciendo nuestro paso los que llaman vida a la penosa obligación de buscar el modo de llenar la cuchara que nos llevamos a la boca; en la fila india que nos sitúa detrás de moza y delante de nadie, por el que dirán y por si acaso nos acaba gustando, canalla. Cuando el sol calienta, cuando se va, cuando ya se ha ido, pariendo noche; mientras perdura la mirada de alguien, su sonrisa, su piel, su sexo, mi deseo. Allí te espero, con el revolver sobre la mesa y una flor enredada en el pelo, volatilizando el vértice del disparate, el núcleo duro de las razones insondables, con ningún puerto a donde arribar ¿Quién, con tanto amor en tanto mar?. Allí, aquí, en la esquina desdoblada de una imaginación imaginada, donde todos saben que no somos nada, para invitarte, para que me invites a otra copa, a otra palabra, para perder la única pierna que importa.

lunes, 20 de octubre de 2008

...


Un mar tan tranquilo no me conmueve, pensé. Y pensé equivocadamente, porque a un hombre de interior, que vive tan alejado de cualquier mar, cualquier mar consigue arrebatarle la quietud del alma; si es que un hombre – cualquiera o no – cuenta con alma.

domingo, 19 de octubre de 2008

Los antisistema

Decían los antisistema que gobiernos y gobernantes auspiciaban el enriquecimiento de unos pocos a costa del resto; e imploraban por una sociedad más justa y solidaria, en la que el reparto de la materia prima se hiciera teniendo en cuenta las necesidades de los pueblos. Hablaban de la usura de los bancos y del deterioro progresivo de toda una generación. Mentaban la avaricia del individuo, preocupado únicamente en obtener mejoras para sí mismo. Vaticinaban finales catastrofistas, porque creían imposible la continuación de un mundo tan dividido. Tenían el pelo largo y pendientes en las orejas, en las narices, en la boca, en la lengua; gritaban en las reuniones de los mandatarios, peleaban contra la policía, contra cualquier signo capitalista. Eran los antisistema, aquellos que ocupaban casas vacías porque se negaban a dispensar beneficio alguno a los que prestan el dinero, las mismas casas que nosotros comprábamos para especular y obtener un honroso beneficio. Eran los antisistema, unos pocos marginados que nos desaconsejaban a la mayoría, sin atender a orden alguno; unos gamberros abrazados al dislate, al cigarrillo liado, a la botella, a la provocación. Decían que nuestra burbuja acabaría explotando, que éramos siervos de unos pocos, que ya nos daríamos cuenta; y lo decían con firmeza, como si fuera verdad. ¡Carajo! Eran unos visionarios.